Efraín Huerta y la Almida de los viejos bares: un análisis de la nostalgia
Sumérgete en el análisis de la poesía de Efraín Huerta (el Cocodrilo). Descubre cómo sus versos en "Almida de los Viejos Bares" reflejan la nostalgia, la poesía y la vida en la CDMX.
CREACIÓN LITERARIA: PROSA Y POESÍA
Iván Sierra Martínez
12/5/20255 min read


Envenenado, irreverente, ebrio. De calle en calle deambulaba por el alba, que cruzaba con su estaca de niebla las tardes y se prolongaba hasta las noches. Con apenas veintitantos, me asomaba al tránsito apagado de Antonio Caso, para perderme luego en las inmediaciones de la avenida Insurgentes. Fluía en las sombras de una ciudad que era la mía, solo mía. Y en esa época agitada que enmarcaba mi soledad, de pronto me encontré con él: Cocodrilo que, en lugar de corazón, tenía un perro enloquecido.
Tal vez no hay otro poeta que haya cautivado de mejor manera mis afanes y desdichas, mi vagancia de entonces, mi pasión de siempre. Las letras de Efraín Huerta significaron en mí algo más que un bálsamo poético; fueron el acorde más exacto para acompañar una existencia recreada en el alcohol y la literatura. Y en estos días, me gustaría evocar aquellos tiempos en los que su obra me marcó de un modo extraño, pues no fue tanto como descubrir en ella un gusto, sino un correlato de mi propio “canto de abandono”.
Por obra de una casualidad muy sospechosa, abrí un libro del poeta en una página cualquiera (no estoy seguro si fue la semana pasada o hace veintitrés años), y el poema saltó con su ráfaga de sensaciones que, de a poco, fueron tomando el aspecto de una tarde añeja, inconfundible por su pinta de nostalgia. “¿Recuerdas nuestra lectura compartida de Residencia en la tierra, aquella tarde en la que Neruda nos convidó?”, debió decir el Cocodrilo, con el pensamiento, a José Bergamín en un ayer semejante a este, cuando escribió el texto al que me refiero: “Almida de los viejos bares”, que a continuación transcribo:
De bar en bar, como de ola en ola
(los mascarones hechos suaves pedacitos),
de Cinco de Mayo y Motolinía
(el Bar Alfonso, donde lo conocí),
a la Ramón Guzmán, hoy Insurgentes Centro
(el bar La Castellana, donde corregimos,
entre trago y trago, antes del mitin,
en el Sindicato Mexicano de Electricistas,
el Canto a Stalingrado),
hasta los ríos y las ciudades
donde no coincidimos —y el saludo
que me mandó con Juan Rulfo […]
Hasta aquí, por el momento.
Ahora, al releer estas líneas, algo muy antiguo me asalta el alma: no el encuentro de Huerta con Neruda, ni su activismo político, ni los ríos ni las ciudades donde no coincidí con ellos, sino aquellos bares donde sí, donde de ola en ola forjé mis declaraciones de odio, de amor, cuando “La muchacha ebria” me sonrió por primera vez y quizá para la eternidad.
Por entonces, solía comer en las cantinas de Santa María la Ribera, de la Tabacalera y la San Rafael. Mi empleo de intendencia en Luz y Fuerza me ofrecía un horario generoso que me permitía estudiar, así que, antes de irme a la universidad (o mejor dicho, en vez de ir a la universidad), frecuentaba aquellos templos sin memoria en busca de la respectiva botana del día: la Flor Asturiana, La Gran Vía, La Numantina, El Paraíso, La Castellana… Sobre todo La Castellana era paso obligado cuando iba, como miembro del Sindicato Mexicano de Electricistas, a alguna asamblea o jornada electoral.
Cómo olvidar aquellas faenas en ese establecimiento —épicas por cierto— en que bebíamos sin mayor interés que humedecer muy lentamente las palabras, entre Rodolfo Casanova y Lilia Prado, Silverio, el Atlante del 47, el Che, Siqueiros, Franz Kafka y su maxilar. O la vez en que mi amigo de siempre y yo embriagamos a un diputado panista para que nos invitara las otras, luego de que llegara un ex integrante del trío los Dandy’s y se enojara porque le dijimos que Javier Solís era mejor que Pedro Infante. Siempre éramos los mismos: Iván, Pablo y Efraín… Yo y los fantasmas de otros ciclos, y el curso actual que cultivaba mi pretérito.


En La Castellana, de igual modo, se encuentran los fragmentos de un Día de todos los Santos, cuando algunos amigos y yo decidimos congregarnos para jugar a la poesía, es decir, para intercambiar y leer nuestros textos por primera vez. Esa tertulia improvisada se llevó a cabo en la mesa del rincón —tal como ordenan los cánones—, junto a la rocola y a escasos metros de un televisor apagado (antes no existían las pantallas gigantes que ahora deslucen el lugar). Leímos, comentamos, nos emborrachamos y celebramos lo que, en ese momento, considerábamos el origen de un grupo literario.
Aquella mesa, esos tragos y ese leer la propia desazón en letras de otros fue como abrir un vuelco en el pecho, un rayo en la sangre. En el fondo, poco importaban los poemas, o por lo menos, no tanto como el encuentro aventurado con lo nuevo, lo desconocido. Lo realmente valioso fue descubrir, en esas personas, una complicidad más eficaz para la vida que para el arte, un cruce de signos que devino amistad, fraternidad que el destino, años más tarde, se encargaría de deshacer. No obstante, aún rememoro esa ocasión con la misma añoranza que me traen “Circuito interior”, “La gran trampa”, “Revueltas: sus mitologías” y “Almida…”, siempre “Almida… de los viejos bares”.
He aquí el resto del poema antes citado:
Los viejos bares me acosan como viejos leones,
como caballos verdes, como crepuscularios,
uvas, viento,
y hoy pienso y lloro a Pablo
y lo que no vi nunca en su Isla Negra me arde:
sus estrellas, sus campanas, sus herramientas
y su tan correspondido amor al alma, almida,
tan poderosa de la Poesía.
De todos los poemarios de Efraín Huerta, Circuito interior es quizá donde se aprecia más una introspección desde el recuerdo. El poeta evoca y llora a sus amigos, acosado por una legión de voces que nombran antiguas situaciones, guaridas que el tiempo se robó con su paso inexorable. ¿Qué fue de ellos, los camaradas, de aquella luz ahora tan rota? ¿Dónde paró el amor, la cofradía de esos huesos rompiéndose, estrechándose, en cada “¡salud!”, en cada estrofa o verso? Ubi sunt?
“Almida” nos habla un poco de esa historia, de ese lagar que arrastra su estela y su perfume de uva hacia un presente que no entiende, que no sabe más que de la ausencia hecha raíz, como si fuera un nudo en la garganta. ¿Qué habrán dicho la Isla Negra de Neruda, sus estrellas, sus campanas? ¿Qué misterio amargo, o de perdida dulzura, se habrá posado en la memoria del Gran Cocodrilo cuando soñó este texto?
Hoy pienso y lloro a Huerta, y lo que no vieron esos viejos bares me lacera el ánimo: mi vida veinteañera reducida a polvo, mis amigos idos, mis amores trémulos, el ayer que nos escamoteó la vida y todos los silencios que nos compartimos al rayar el alba, luego de que nuestro sueño de alcohol se marchitara en la banqueta. Nada será como antes, cuando Efraín pedía la última ronda y ya no había para la cuenta —del bar, de los olvidos—, e Iván hacía como que pagaba y la Poesía, con todo el poder de su alma, nos saldaba siempre las propinas.
Contacto
Escríbeme para cualquier consulta o apoyo
© 2025. Todos los derechos reservados, Iván Sierra Martínez.


contacto@ivansierramtz.me
+(1) 52 55 6132 6420
Correo
Sígueme
Sitios de interés
Desarrollado por
